El secreto de los Violines
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Si yo le digo a usted que un violín puede valer 45 millones de dólares, es decir un aproximado de 700 millones de pesos, quizá no lo crea. Y sin embargo, le digo la verdad. Si le aseguro que un violonchelo cuesta a su poseedor 2.8 millones de dólares, es posible que tuerza usted el gesto en señal de duda, más o menos cartesiana. Y, no obstante, le hablo en serio. Esos pequeños adminículos destinados a producir sonidos agradables por medio de la vibración de unas cuerdas de tripa o de metal, alcanzan, a veces una estima insospechada. Hay violines, violas y violonchelos que representan verdaderas fortunas. Con lo que han pagado por ellos sus propietarios, podrían vivir cómodamente toda su vida, familias enteras, y se explica; al fin y al cabo tales instrumentos son creadores de belleza, y según Oscar Wilde, lo bello es la razón fundamental de la existencia humana. ¿No hay pieles de animales que por servir únicamente de adorno a las mujeres adquieren un valor astronómico? ¿Quién ha sido el primero que ha señalado precio a los brillantes, cuyo origen físico es de carbón?... Entonces, ¿qué tiene de particular que el maravilloso instrumento musical, en sus más acabadas expresiones: la cuerda emotiva y conductora de la melodía más noble y mejor trabajada – la del arte clásico de la música de cámara – valga tanto dinero?
Se dirá que no hay por qué despreciar a los demás instrumentos: el metal heroico, el fagot, el oboe y – burlescos y humanos – o el piano – tan vulgarizado y tan difícil puesto que de su conjunto sacan los compositores las mejores sinfonías. Pero nadie tiene culpa de que algunos instrumentos, brillantes y excesivamente sonoros, se hagan a torno y sean de metal no precioso, ni de que los pianos, superación o degeneración de los clavecines, se hayan prodigado tanto. Lo evidente, lo real, es que, en ocasiones, con un violín medio astillado han hecho su fortuna ciertas personas, porque el mercado instrumental tiene esas cosas, y cuando las tiene, algo debe de haber que las motive.
¿Por qué un trombón no puede valer tanto como un violín, cuando es bueno? ¿No hay marcas de instrumentos de tal categoría, como por ejemplo: una trompeta o un clarinete, mejores que los fabricados en serie? Efectivamente las hay, pero jamás ni un saxofón, ni una tuba, pongo por caso, han llegado a ser ningún tesoro y en cambio, los violines y los violonchelos sí. El mundo está cargado de misterios, y ese de los instrumentos caros es uno de ellos.
¡Ah! Pero además se da el caso curioso de que un violín o un violonchelo “estándar” lleguen a tener tan buena sonoridad como si fueran hijos de familia, esto es, como si hubieran salido de las manos maravillosas de alguno de esos “luthiers” que han inmortalizado su nombre con la fabricación de unos cuantos instrumentos de cuerda: Stradivarius, Guarnerius, Vigneroni, etc.
Entre los hallazgos famosos de esas joyas artísticas se citan los casos siguientes: Ros, el hijo del violinista español autor de la popular “rapsodia andaluza” dejó al morir un “Guarnerius” que adquirió un profesor de Lyon, comprándoselo a la viuda en un millón de francos.
Otro español, Massaven, millonario, violonchelista aficionado, pagó en Paris 800,000 francos por un instrumento de gran calidad y cuando iba a pasar a la frontera para entrar en España, recibió un telegrama de Hill, “lutier” célebre de Londres ofreciéndole 2 millones de francos. No aceptó. El violonchelo era un “Montagna” auténtico. Se lo confesó el propio Hill, unos años después, en Inglaterra.
Mister Ponedal, de las Palmas, Canarias, compró un violín “Stradivarius” catalogado por el mencionado Hill como uno de los ejemplares más perfecto y de más límpida sonoridad. El instrumentista londinense le ofreció 50,000 libras. Tampoco este señor quiso vender su instrumento. Está en las Palmas.
En Nancy, Francia, un señor Moure pernocta en una casa de campo, y a la mañana siguiente ve entre la leña del granero, medio violín, sin tapa ni remate. Pregunta de dónde procede. La granjera le dice que su hijo lo había dejado allí; que no sabía su origen. El señor Moure habla con el chico y le pregunta donde estará la otra tapa; pero el muchacho no demuestra tener el mayor interés en buscarla. Entonces el interesado le ofrece mil francos por aquel trozo de violín y le dice que si le trae el resto le hará un gran regalo. A tal requerimiento, el chico se pone a indagar por su cuenta y le encuentra la tapa. Otros mil francos. Ahora – insiste el generoso Donato – es necesario que encuentres el remate. Si lo consigues te regalaré dos mil francos más. El chico se vuelve loco buscando por toda la aldea, hasta que una semana después, da con el resto del violín y se lo manda al señor aquél, que ya se había ido a Paris, desesperado. En cumplimiento de lo ofrecido, pasados unos días, reciben en la granja los dos mil francos de gratificación. ¡Qué munificente señor…! El señor Moure era un “luthier” experto y había reconocido en el barniz y en otras características del primer trozo del violín un verdadero “Guarnerius”. Reconstruido. Lo vendió en 90 mil francos…
En una ciudad de Alsacia, un chiquillo va por la calle, arrastrando un violín cochambroso a guisa de carretón. Ni siquiera le ha puesto ruedas y la caja del instrumento sufre las injurias del pavimento, que no es precisamente pulido de asfalto. El señor Rocheller, coleccionista de instrumentos de música, presencia la escena con cierta curiosidad, sin pensar, empero, que el violín pueda valer algo. Cuando se acerca el niño y se da cuenta de la calidad del instrumento; ya no suelta más el juguete de sus manos. El chamaco arma una marimorena enorme. Llora y patalea, escandaliza. Los vecinos se ponen de su parte ¿por qué molesta al pequeño que no hace daño a nadie? El señor Rocheller no está dispuesto a abandonar la presa y le da unas monedas. El público se tranquiliza y toma al viejo por un maniático. Este por su parte, no hace nada por deshacer el error. Más vale que le crean un desatinado. Cuando acuden los padres, el hombre les ofrece comprar un carretón autentico, con ruedas de goma y hasta con un caballo de cartón. Total, que, al acabo de mil peripecias, se lleva el instrumento. Se trataba de un magnífico “Stradivarius”, procedente de una vieja familia italiana radicada en aquel lugar.
Pero, entonces – se dirá – es que los instrumentos fabricados en serie ¿no valen nada? No señor, no hay tal cosa. Una anécdota final responderá a esta pregunta. El famoso violinista Thiboud, que también posee un precioso “Stradivarius”, fue designado para probar una colección de instrumentos de una colección francesa, en una especie de concurso de marcas para el llamado premio Mirecourt. Ni el jurado ni el ejecutante podían saber de qué marca era el instrumento que se probaba, al objeto de asegurar la veracidad y justicia del fallo. Y asómbrense ustedes: se llevó el primer premio un violín vulgar, de confección local; un violín hecho en Francia, en serie, como los tornillos. Todo el mundo – jurado, violinista ejecutante y el público técnico – creyó que era un “Stradivarius” pero carecía de la menor prosapia. Pero por lo que fuere, tenía una sorprendente sonoridad y una potencia y pastosidad de voz maravillosa. Y el prodigioso artista no había logrado, con los mejores instrumentos que tocó aquel día, producir la emoción que con aquella caja vulgar de confección anónima. Los grandes “luthiers” del siglo XVII se llevaron el secreto. Y ahora solo el azar puede competir con ellos.