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Johann Sebastian Bach y la polifonía


Rompiendo con la tradición del melismo ornamentado propio de la escuela italiana, J. S. Bach es el único que desarrolló de manera absoluta y magnífica la escritura para violín solo en una época en la que la técnica evolucionaba más bien hacia el paroxismo del estilo concertante. Con él la polifonía deja de ser un efecto de ejecución para convertirse en la segunda naturaleza del instrumento hasta influir en la evolución futura del arco, de la curva de combadura que le conocemos. Si esta polifonía sigue siendo tan turbadora para el músico de hoy, es porque es imposible de llevar a la práctica: los acordes de tres o cuatro sonidos no pueden sostenerse como lo exige la escritura. Es una polifonía virtual, una armonía de lo imaginario que exige del intérprete una madurez de espíritu excepcional, así como una vasta cultura musical. No es gratuito que un Milstein haya esperado la vejez para registrar las Partitas por primera vez en su carrera. Nos encontramos aquí enfrentados a una música de estructura, de un hieratismo absoluto, pero cuya expresión, no obstante, nunca se halla ausente. Toda la dificultad consiste en expresar su interioridad.

Lo que no deja de sorprender en Bach es que, llevado de sus preocupaciones puramente formales, impulsado por un espíritu de búsqueda sobre la adaptación de la forma sonata y la polifonía del violín solo, hace dar un paso de gigante a la técnica instrumental al mismo tiempo que trastorna la estética musical de su tiempo. Liberada del «síndrome concertante», la música deja de estar al servicio del instrumento para ser servida por él. Esta música es de tal altura de inspiración que cabe preguntarse si está hecha para ser oída en el marco de un concierto en que el espectador reclama un compromiso más «tangible» por parte del ejecutante.

Es preciso, aquí más que en otro lugar, empezar por leer y tratar de comprender el desarrollo armónico. Algunos virtuosos son unos principiantes ante una zarabanda de Bach (no es el caso de Hilary Hahn)

Sin esperar a la amplitud visionaria de las obras para violín solo, las seis sonatas para violín y clavecín, los dos conciertos y el concierto para dos violines de Bach permanecen en la historia como algunas de las páginas más soberbias que hayan sido compuestas para el instrumento. Las seis sonatas BWV 1014-1019 nos parece que adolecen del acompañamiento que se empeñan en confiar al piano y que confiere al conjunto un énfasis inoportuno, siendo así que se trata de páginas de gran serenidad, escritas en el más puro estilo clásico y empezando casi siempre por un movimiento lento.

Los conciertos en La menor y en Mi mayor marcan una nueva etapa en la historia de la forma concertante: las partes solistas se emancipan, se desarrollan, se separan verdaderamente de la orquesta, mientras que los tutti se enriquecen en la instrumentación y la distribución de los papeles cambia con relación a la norma, como en el segundo movimiento de del Concierto en Mi mayor en que el tema solo se expone en los violonchelos y donde el violín ornamenta. Más generalmente, los movimientos lentos adquieren una amplitud que nunca antes habían tenido. Se observa asimismo la aparición tímida pero determinada de la cadencia escrita, que prefigura la institucionalización de la cadencia instrumental. En el final del La menor como en el primer movimiento del Mi mayor, no se sitúa aún al final del movimiento, sino antes de la repetición del tema inicial.

El Concerto para dos violines BWV 1043, obra predilecta de los violinistas, es quizá el más bello ejemplo de doble concierto en el que las dos voces cantan con igual intensidad en un dialogo de un equilibrio perfecto. Es lamentable que tal maravilla de forma y de inspiración haya podido convertirse en este punto en una pieza de bravura, una obra de circunstancias que los organizadores se ufanan en programar para reunir a dos vedettes que a menudo ensayan poco, no tratan de unificar sus estilos y se entregan a un duelo en toda regla bajo las miradas de un público encantado. Esta clase de incidente no ocurre con el Concerto en Do menor para oboe y violín, menos inspirado, tal vez, pero una de esas obras menores de Bach que demuestran una vez más que no existe un Bach menor.


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